Una mirada teológica y espiritual a los dones originarios del hombre y su restauración en Cristo
Introducción: Una pregunta que atraviesa los siglos
¿Qué hemos perdido con el pecado original? ¿Y qué nos ha sido devuelto en Cristo? Son preguntas que muchos cristianos se han hecho, quizá sin encontrar respuestas claras. La tradición católica, en su riqueza milenaria, ha discernido con lucidez tres tipos de dones dados por Dios al hombre en su creación: los dones naturales, los preternaturales y los sobrenaturales. Este artículo se centrará en los dones preternaturales —una categoría fascinante y profundamente instructiva— para mostrar no solo lo que Adán poseía antes de la caída, sino también cómo Cristo, el nuevo Adán, ha venido a restaurarlo todo.
1. ¿Qué significa “preternatural”?
La palabra preternatural proviene del latín praeter naturam, que significa “más allá de lo natural”, pero sin alcanzar lo sobrenatural. En otras palabras, los dones preternaturales no son debidos a la naturaleza humana, pero tampoco son exclusivos de la visión beatífica o de la vida divina. Son regalos adicionales que Dios otorgó al hombre en el estado de inocencia original, antes del pecado.
San Agustín, Santo Tomás de Aquino y otros Padres y Doctores de la Iglesia hablaron abundantemente de estos dones, y el Catecismo tradicional también los ha enseñado con claridad.
Los tres dones preternaturales más comúnmente reconocidos son:
- Inmortalidad corporal
- Impasibilidad (ausencia de sufrimiento)
- Integridad (dominio perfecto de la razón sobre los sentidos y pasiones)
Estos dones acompañaban a Adán y Eva en el Paraíso. No eran parte esencial de su naturaleza humana, pero Dios, en su bondad, los había concedido como adorno y ayuda. Al pecar, estos dones se perdieron. Pero la historia no termina ahí.
2. Los dones preternaturales en el Paraíso
a) Inmortalidad corporal
Adán no estaba destinado a morir. La muerte no era parte del plan original de Dios para el hombre. El libro de la Sabiduría lo dice claramente:
“Dios no hizo la muerte, ni se complace en la destrucción de los vivientes” (Sab 1,13).
Aunque el cuerpo humano es corruptible por naturaleza, Dios había sostenido a Adán en un estado de inmortalidad, preservándolo de la corrupción y la muerte, como un signo de la armonía entre Dios y el hombre.
b) Impasibilidad
En su estado original, Adán no sufría. No había enfermedad, ni dolor físico ni psíquico. Su cuerpo y alma estaban en perfecta armonía. Esto no quiere decir que Adán era como una estatua insensible, sino que su ser estaba tan perfectamente ordenado a Dios que el mal no podía afectarlo.
c) Integridad
Este don es, quizás, el más significativo para nuestra vida actual. Adán gozaba de un dominio pleno de la razón sobre sus pasiones. No había desorden interior. Su deseo era recto, su voluntad estaba alineada con la razón, y esta, a su vez, orientada completamente a Dios. Era libre de forma perfecta, no tenía luchas internas entre el bien y el mal. No había concupiscencia.
3. La pérdida trágica: el pecado original
Cuando Adán y Eva desobedecieron a Dios, no solo rompieron un mandamiento, sino que quebraron una armonía. Esa armonía interior (integridad), la armonía con la creación (impasibilidad) y la armonía con la vida (inmortalidad) se fracturaron.
San Pablo explica esta tragedia con una claridad penetrante:
“Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte” (Rom 5,12).
Desde ese momento, el hombre quedó sometido al dolor, a la enfermedad, a la muerte y, sobre todo, a una guerra interior: el deseo desordenado, la lucha entre lo que quiero hacer y lo que no hago (cf. Rom 7,15-24). La concupiscencia se convirtió en nuestra herencia.
4. Cristo, el nuevo Adán: restauración y superación
La buena noticia del Evangelio es que Dios no ha dejado al hombre abandonado. En Cristo, el Hijo eterno hecho carne, no solo se perdona el pecado, sino que comienza una nueva creación. Él es el nuevo Adán que viene a restaurar lo que el primer Adán perdió.
“El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante” (1 Cor 15,45).
Jesucristo no solo salva, sino que eleva. No solo restituye, sino que perfecciona. A través de su vida, pasión, muerte y resurrección, Cristo nos devuelve los dones perdidos —aunque de modo diverso— y nos da aún más: la participación en la vida divina mediante la gracia.
5. ¿Cómo se recuperan hoy los dones preternaturales?
Cristo ha vencido la muerte, ha sufrido en nuestro lugar, ha triunfado sobre el pecado. Pero ¿cómo se aplica esto en nuestra vida? ¿Ya no morimos? ¿Ya no sufrimos? ¿No luchamos contra las pasiones?
Aquí es donde entra la pedagogía divina. En esta vida, vivimos en un estado de “ya pero todavía no”. Cristo ha iniciado la restauración, y nosotros participamos en ella progresivamente:
a) Inmortalidad restaurada en la resurrección
Aunque todavía morimos físicamente, la muerte ha sido vencida:
“La muerte ha sido absorbida en la victoria” (1 Cor 15,54).
Nuestra fe nos asegura que, en la resurrección final, nuestros cuerpos serán transformados y glorificados. Esa será la recuperación plena de la inmortalidad, ya no como don preternatural, sino como fruto del Espíritu en los redimidos.
b) Impasibilidad en la gloria futura
Los santos resucitados ya no podrán sufrir. La impasibilidad será parte de los cuerpos glorificados (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 999). En esta vida, sin embargo, el sufrimiento permanece, pero ha sido redimido: ahora puede ser ofrecido y tiene sentido salvífico, como nos muestra la cruz.
c) Integridad: una lucha, una gracia
A través de la gracia, especialmente en los sacramentos, Dios comienza a restaurar en nosotros el dominio de la razón sobre las pasiones. No es automático ni instantáneo, pero sí real. La vida espiritual es un camino de santificación, de “reeducación del deseo”, como diría San Juan Pablo II.
6. Aplicaciones prácticas para la vida cristiana
¿Cómo nos ayuda todo esto hoy? Lejos de ser un tema abstracto, los dones preternaturales tocan el núcleo de nuestra vida espiritual.
a) Comprender nuestra herida interior
Saber que fuimos creados con dones que ahora nos faltan explica por qué a veces nos sentimos rotos, divididos interiormente. La concupiscencia, el miedo a la muerte, el dolor… no son signos de fracaso personal, sino heridas de una caída ancestral. Esto nos da humildad y comprensión.
b) Acoger la gracia como medicina restauradora
Dios no nos ha dejado solos. A través de la oración, la confesión, la Eucaristía y la vida de fe, recibimos la gracia que nos va sanando. La restauración es real y concreta, aunque progresiva. En cada acto de virtud, estamos recuperando algo del Paraíso.
c) Esperanza escatológica
Nuestra fe no es solo para esta vida. Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. Nuestro cuerpo resucitará, seremos plenamente impasibles, inmortales e íntegros, no por mérito humano, sino por el poder de Dios. Esto nos da esperanza incluso en medio del sufrimiento.
7. Dimensión pastoral: anunciar la esperanza, formar en la gracia
Desde el punto de vista pastoral, este tema tiene un inmenso valor. Ayuda a comprender el misterio del hombre, su dignidad y su fragilidad. Y también pone de relieve la centralidad de Cristo, no como mero ejemplo, sino como Salvador integral. Él nos restaura desde dentro.
Los agentes de pastoral, catequistas y sacerdotes pueden servirse de esta enseñanza para:
- Explicar el pecado original con profundidad sin caer en el moralismo.
- Enseñar la vida de la gracia como proceso de sanación.
- Fomentar la confianza en la misericordia divina.
- Animar a vivir la vida cristiana como camino de restauración.
Conclusión: de Edén a Jerusalén celeste
Adán perdió lo que nosotros aún añoramos. Pero en Cristo, ya no somos solo hijos de Adán, sino hijos de Dios. Los dones preternaturales nos hablan de lo que fuimos, pero más aún, de lo que estamos llamados a ser en plenitud.
San Ireneo decía: “La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios”. Por Cristo, esa visión es posible. Por Él, lo perdido se restaura. Por Él, el paraíso cerrado se abre.
Vivamos con esperanza, en gracia y con la certeza de que, si caminamos con Cristo, cada herida puede ser sanada, cada lucha puede ser redimida, y cada pérdida puede ser transformada en gloria.
“Y el que estaba sentado en el trono dijo: Mira, yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).