4ª Estación del Vía Crucis: Jesús encuentra a su afligida madre

El Vía Crucis, también conocido como el Camino de la Cruz, es una de las devociones más profundas y conmovedoras de la tradición católica. A lo largo de sus catorce estaciones, contemplamos los momentos más significativos de la Pasión de Cristo, desde su condena hasta su sepultura. Cada estación es una ventana que nos permite adentrarnos en el misterio del amor redentor de Dios. En esta ocasión, nos detenemos en la cuarta estación: Jesús encuentra a su afligida madre, un encuentro cargado de dolor, amor y profundo significado teológico.

El origen y la historia de esta estación

Aunque el Vía Crucis tal como lo conocemos hoy tiene sus raíces en la Edad Media, la devoción de acompañar a Jesús en su camino al Calvario se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Los peregrinos que visitaban Jerusalén querían revivir los pasos de Cristo, y así nació la práctica de recorrer físicamente el camino que Él transitó. Sin embargo, la cuarta estación, que narra el encuentro de Jesús con su madre, no aparece en los Evangelios canónicos. Este episodio forma parte de la tradición y la piedad popular, alimentada por los escritos apócrifos y las revelaciones de místicos como Santa Brígida de Suecia y la beata Ana Catalina Emmerick.

La ausencia de este encuentro en los Evangelios no le resta importancia. Al contrario, nos invita a profundizar en el significado espiritual de este momento. La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha reconocido en esta estación una verdad profunda: el dolor compartido entre Jesús y María es un reflejo del amor más puro y sacrificial.

El encuentro: un diálogo de miradas y corazones

Imaginemos la escena: Jesús, cargando la cruz, agotado física y emocionalmente, avanza lentamente por las calles de Jerusalén. Entre la multitud que lo observa, se encuentra María, su madre. Sus miradas se cruzan, y en ese instante, el tiempo parece detenerse. No hay palabras registradas en este encuentro, pero el silencio habla más que mil discursos.

María, la Theotokos (Madre de Dios), contempla a su Hijo, el Verbo encarnado, sufriendo de manera inhumana. Ella, que lo concibió por obra del Espíritu Santo, que lo llevó en su vientre, lo cuidó en Belén, lo acompañó en Nazaret y lo vio comenzar su ministerio público, ahora lo ve desfigurado por el dolor. En este momento, se cumple la profecía de Simeón: «Y a ti misma una espada te traspasará el alma» (Lucas 2, 35).

Jesús, por su parte, ve a su madre, la mujer que lo acompañó desde el principio, la que dijo «sí» al plan de Dios en la Anunciación. En su mirada, Él encuentra consuelo y fortaleza. Aunque físicamente está solo, espiritualmente está unido a ella en un vínculo indestructible.

El significado teológico: el dolor redentor de María

Este encuentro no es solo un momento de dolor humano; tiene un profundo significado teológico. María no es una espectadora pasiva en la Pasión de su Hijo. Ella participa activamente en la obra de la redención. El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática Lumen Gentium, describe a María como «íntimamente unida a su Hijo en la obra de la salvación».

En la cuarta estación, vemos cómo María coopera con Jesús en la redención de la humanidad. Su «sí» en la Anunciación fue el comienzo de su participación en el plan divino, y ahora, al pie de la cruz, su «sí» se renueva. Ella acepta el dolor de ver a su Hijo sufrir, uniéndose a su sacrificio. Este acto de entrega total es un modelo para todos los cristianos: estamos llamados a unir nuestros sufrimientos a los de Cristo para la salvación del mundo.

Además, este encuentro nos recuerda la importancia de la familia en el plan de Dios. Jesús, incluso en su agonía, honra a su madre. Este acto de amor filial nos enseña a valorar y respetar a nuestros padres, especialmente en los momentos difíciles.

Relevancia en el contexto actual

En un mundo marcado por el individualismo, la indiferencia y el sufrimiento, la cuarta estación del Vía Crucis nos ofrece un mensaje profundamente actual. Nos invita a mirar a los que sufren, a no permanecer indiferentes ante el dolor ajeno. María, al encontrarse con Jesús, no huye ni se esconde; se acerca, acompaña y comparte su dolor. Este es un llamado a la solidaridad y a la compasión.

También nos enseña a encontrar sentido en el sufrimiento. Muchas veces, nos preguntamos por qué Dios permite el dolor. En este encuentro, vemos que el sufrimiento, cuando se une al de Cristo, tiene un valor redentor. No es un fin en sí mismo, sino un medio para participar en la obra de la salvación.

Finalmente, esta estación nos recuerda la importancia de la presencia materna de María en nuestra vida espiritual. Ella, que acompañó a Jesús en su camino al Calvario, también nos acompaña a nosotros en nuestros propios «vía crucis». Podemos acudir a ella en momentos de dificultad, sabiendo que su intercesión es poderosa y su amor, incondicional.

Conclusión: un encuentro que transforma

La cuarta estación del Vía Crucis es mucho más que un momento de dolor; es un encuentro que transforma. En el cruce de miradas entre Jesús y María, descubrimos el poder del amor que todo lo soporta, todo lo espera y todo lo perdona. Este encuentro nos invita a reflexionar sobre nuestra propia relación con Cristo y con los que sufren a nuestro alrededor.

Al meditar en esta estación, pidamos la gracia de imitar a María en su fidelidad, su fortaleza y su amor. Que su ejemplo nos inspire a acompañar a Jesús en su Pasión, no solo durante la Cuaresma, sino en cada momento de nuestra vida. Y que, al hacerlo, encontremos en el sufrimiento un camino hacia la resurrección.

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Juan 19, 25-27).

Que estas palabras del Evangelio nos recuerden que María es también nuestra madre, y que en ella encontramos consuelo, guía y amor inagotable. Amén.

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Pater noster, qui es in cælis: sanc­ti­ficétur nomen tuum; advéniat regnum tuum; fiat volúntas tua, sicut in cælo, et in terra. Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie; et dimítte nobis débita nostra, sicut et nos dimíttimus debitóribus nostris; et ne nos indúcas in ten­ta­tiónem; sed líbera nos a malo. Amen.

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