Lo que la Ley de Dios enseña, lo que Cristo ha cumplido, y lo que significa para ti hoy
Introducción: Entre langostas y mandamientos
¿Es pecado comer marisco? ¿Y carne de cerdo? ¿Por qué en el Antiguo Testamento hay normas tan estrictas sobre los alimentos? ¿Siguen vigentes para los cristianos? ¿Es verdad que los judíos ortodoxos no comen cerdo porque lo consideran impuro, y nosotros sí? ¿Qué sentido tiene todo esto para un católico de hoy, en pleno siglo XXI, que tal vez cena gambas en Navidad o disfruta de una paella de marisco con la familia?
Este artículo no es una mera curiosidad gastronómica ni un ejercicio de arqueología bíblica. Es una invitación a redescubrir la profundidad teológica y pastoral de las leyes alimentarias en la Biblia, a comprender cómo Cristo las ha cumplido y transformado, y a aplicar estos principios en nuestra vida diaria como católicos, guiados no por el legalismo, sino por el amor, la reverencia y la sabiduría espiritual.
1. La dieta del Antiguo Testamento: entre lo puro y lo impuro
En el libro del Levítico y del Deuteronomio, encontramos un sistema complejo de normas que dividían los alimentos en puros e impuros. Por ejemplo:
“Todo lo que no tenga aletas ni escamas en el mar y en los ríos, de todo lo que se mueve en las aguas y de toda cosa viviente que hay en el agua, os será abominación” (Levítico 11,10).
Esto incluía mariscos como langostas, gambas, mejillones, ostras, cangrejos, etc. Igualmente, el cerdo estaba prohibido:
“Y el cerdo, aunque tiene pezuña hendida, no rumia; os será inmundo. No comeréis su carne, ni tocaréis su cadáver” (Levítico 11,7-8).
Estas normas no eran simples recomendaciones sanitarias. Tenían un significado religioso profundo: recordaban constantemente al pueblo de Israel que eran santos, apartados del resto de las naciones. La distinción entre lo puro y lo impuro expresaba visiblemente su identidad como pueblo elegido. Comían de forma diferente, vivían de forma diferente.
2. Cristo y el cumplimiento de la Ley: el giro radical
Jesús no vino a abolir la Ley, sino a llevarla a su plenitud:
“No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mateo 5,17).
El cumplimiento de la Ley no significa mantener todas las normas al pie de la letra, sino descubrir su sentido más profundo en Cristo. Él mismo comenzó a preparar el camino hacia la libertad respecto a las prescripciones alimentarias. En el Evangelio según San Marcos, Jesús enseña:
“¿No comprendéis que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede contaminarle? […] Así declaraba puros todos los alimentos” (Marcos 7,18-19).
Pero será especialmente en la vida de la Iglesia primitiva cuando esta cuestión se defina de forma clara y definitiva.
3. San Pedro, el mantel del cielo y la apertura a los gentiles
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, se nos relata una visión que tuvo San Pedro:
“Vio el cielo abierto, y descendía algo semejante a un gran lienzo que atado por las cuatro puntas era bajado a la tierra; en él había toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves del cielo. Y le vino una voz: ‘Levántate, Pedro, mata y come’. Pero Pedro respondió: ‘De ninguna manera, Señor, porque nunca he comido nada impuro o inmundo’. La voz le habló de nuevo por segunda vez: ‘Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú impuro’” (Hechos 10,11-15).
Este pasaje es decisivo. La Iglesia, a través de Pedro, comprende que las antiguas distinciones alimentarias han sido superadas por la obra redentora de Cristo. No es lo que entra por la boca lo que contamina al hombre, sino lo que sale del corazón (cf. Mt 15,11).
La visión tenía un significado más amplio: Dios abría la salvación a los gentiles, es decir, a todos los pueblos. Ya no era necesario hacerse judío (y seguir sus leyes dietéticas) para entrar en la Nueva Alianza.
4. El Concilio de Jerusalén: libertad sin libertinaje
En Hechos 15 se narra el primer Concilio de la Iglesia, donde se decide qué normas del judaísmo deben seguir los cristianos. La conclusión fue:
“Que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de relaciones sexuales ilícitas” (Hechos 15,29).
Pero no se exige la observancia de las leyes dietéticas mosaicas, como la prohibición de mariscos o carne de cerdo. Es decir, desde el comienzo de la Iglesia, los cristianos no están obligados por las leyes alimentarias del Antiguo Testamento.
5. San Pablo y la libertad cristiana
San Pablo, el Apóstol de los gentiles, es aún más claro:
“Todo lo que se vende en la carnicería, comedlo sin preguntar nada por motivos de conciencia” (1 Corintios 10,25).
Y también:
“El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14,17).
Para San Pablo, lo importante no es si comes cerdo o marisco, sino si tu conducta refleja la caridad, la fe y la humildad. Sin embargo, también advierte que no debemos usar nuestra libertad para escandalizar a los débiles en la fe (cf. 1 Cor 8).
6. ¿Entonces un católico puede comer de todo? Sí, pero…
Desde el punto de vista teológico, un católico puede comer cualquier tipo de alimento, incluidos el marisco y la carne de cerdo, siempre que lo haga con gratitud, sin glotonería, sin escándalo, y sin ofender a la conciencia propia o ajena.
San Pablo insiste:
“Todo lo que Dios ha creado es bueno, y nada debe rechazarse si se recibe con acción de gracias, porque es santificado por la palabra de Dios y por la oración” (1 Timoteo 4,4-5).
Así que, sí: puedes disfrutar de una mariscada con amigos o de unas costillas de cerdo, pero recuerda:
- No se trata solo de si “puedes”, sino de cómo lo haces.
- ¿Comes por necesidad o por placer desmedido?
- ¿Vives con templanza o con gula?
- ¿Te acuerdas de bendecir los alimentos?
- ¿Respetas los días de ayuno y abstinencia que la Iglesia prescribe?
7. Sentido espiritual de la alimentación: más allá de lo que entra por la boca
Para los cristianos, comer tiene un sentido sacramental, aunque no sea un sacramento. Cada comida es un reflejo de la Eucaristía, el banquete por excelencia. Comer no es un acto meramente biológico: es también un acto moral y espiritual.
En la Tradición católica, los Padres de la Iglesia y los santos han enseñado que debemos vivir con sobriedad, gratitud y desapego. San Basilio decía:
“El hambre es la mejor cocinera. Si tienes hambre, todo te sabrá bien”.
Y San Benito, en su regla, impone moderación incluso en lo permitido.
8. Aplicaciones prácticas para hoy
¿Qué debe hacer un católico hoy ante esta cuestión?
- No escandalizarse ni escandalizar. Si conoces a alguien que evita ciertos alimentos por motivos religiosos, respétalo. Y si alguien te juzga por comer algo permitido, responde con caridad y doctrina.
- Cultivar la templanza. El verdadero problema no está en lo que comes, sino en cómo lo comes. ¿Comes por ansiedad? ¿Por gula? ¿Como excusa para el derroche?
- Bendecir los alimentos. Un gesto pequeño, pero lleno de poder espiritual. Antes de cada comida, ofrece una oración sencilla de gratitud.
- Vivir el ayuno y la abstinencia. La Iglesia no nos prohíbe mariscos o cerdo, pero sí nos invita a ayunar y abstenernos ciertos días. Eso nos forma en el sacrificio y la obediencia.
- Educar con verdad. Si tienes hijos, enséñales no solo qué comer, sino por qué y cómo. La mesa también es un altar.
Conclusión: Más allá del marisco, hacia la santidad
Cristo no vino a fundar una religión de normas externas, sino a transformar nuestros corazones. Lo que comemos puede decir mucho de cómo vivimos. Por eso, el marisco o el cerdo no son el problema. El problema, si acaso, está en el corazón que no agradece, que abusa, que se olvida del pobre, que come sin Dios.
Un católico puede comer marisco. Puede comer cerdo. Pero nunca debe hacerlo como un pagano. Que nuestras mesas estén siempre marcadas por la fe, la templanza, la caridad y la alegría. Porque lo importante no es lo que entra por la boca, sino lo que sale del corazón.
“Así que, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10,31).