Introducción: Una palabra que incomoda… y salva
En un mundo que huye del dolor, la renuncia y el sacrificio, hablar de «mortificación» suena extraño, anticuado o incluso sospechoso. Y sin embargo, esta práctica milenaria, profundamente enraizada en la espiritualidad cristiana, guarda un secreto olvidado: la verdadera vida se alcanza solo cuando aprendemos a morir… a nosotros mismos.
La mortificación, lejos de ser una práctica masoquista o retrógrada, es un camino de libertad, una medicina del alma, un acto de amor que nos une más íntimamente a Cristo crucificado. En este artículo, redescubriremos su sentido, su base bíblica y teológica, su desarrollo histórico, y sobre todo, cómo vivirla hoy, en un mundo que lo quiere todo, ya, y sin esfuerzo.
¿Qué es la mortificación? Definición y sentido cristiano
La palabra «mortificación» proviene del latín mortificatio, que significa “hacer morir”. En el ámbito cristiano, hace referencia a una práctica espiritual que busca someter las pasiones desordenadas, purificar el alma y configurar al creyente con Cristo crucificado.
No se trata de odiar el cuerpo ni de reprimir emociones sanas, sino de ordenar los deseos para que el amor de Dios reine plenamente en nosotros. Como dice San Pablo:
“Si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Romanos 8,13).
En este versículo se resume toda la lógica de la mortificación: es el Espíritu el que guía este proceso, y su fruto es la vida verdadera.
Fundamento bíblico: morir para resucitar
Cristo mismo nos dejó el ejemplo más perfecto de mortificación: su pasión y muerte en la cruz. Él, que no tenía pecado, aceptó voluntariamente el sufrimiento por amor al Padre y por la salvación de todos.
La Sagrada Escritura está llena de exhortaciones a la mortificación:
- “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Lucas 9,23).
- “Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2,20).
- “Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5,24).
Estas palabras no son metáforas poéticas. Son llamadas concretas a una vida de conversión, disciplina interior y amor radical.
La mortificación a lo largo de la historia de la Iglesia
Desde los primeros siglos del cristianismo, la mortificación fue comprendida como una necesidad espiritual. Los mártires ofrecieron sus vidas como testimonio supremo. Los monjes del desierto, como San Antonio Abad, vivieron en la austeridad para buscar a Dios en la soledad y el silencio.
En la Edad Media, santos como San Francisco de Asís o Santa Catalina de Siena llevaron una vida de penitencia profunda, no por desprecio del cuerpo, sino por amor ardiente a Cristo crucificado.
El Concilio de Trento reafirmó el valor de la mortificación como ayuda indispensable en la lucha contra el pecado, y los grandes místicos, como San Juan de la Cruz, insistieron en ella como camino de purificación para alcanzar la unión con Dios.
La teología de la mortificación: una pedagogía del amor
¿Por qué es necesaria la mortificación?
- Porque el pecado ha desordenado nuestros deseos.
No todo lo que deseamos nos hace bien. La mortificación nos ayuda a recuperar el control de nuestra voluntad y ponerla al servicio del bien y de Dios. - Porque nos une a la cruz de Cristo.
San Pablo habla de “completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Colosenses 1,24). En la mortificación, participamos en su obra redentora. - Porque fortalece las virtudes.
La paciencia, la templanza, la humildad… no crecen sin esfuerzo. La mortificación es un gimnasio espiritual donde se forjan los santos. - Porque purifica el alma.
El sufrimiento aceptado por amor borra penas temporales, libera el corazón de ataduras y aumenta la gracia.
La mortificación hoy: ¿es posible en el siglo XXI?
La respuesta es sí, y más necesaria que nunca. Vivimos en una cultura de la inmediatez, del placer sin límite, del “yo primero”. La mortificación, en cambio, nos enseña a esperar, a renunciar, a amar sin pedir nada a cambio.
No se trata de buscar el dolor por el dolor, sino de entrenar el alma para amar de verdad. Es una forma de decirle a Dios: “te amo más que a mí mismo”.
Guía práctica de mortificación cristiana
1. Mortificación interior: la más importante
- Renunciar al juicio interior: no criticar mentalmente, no juzgar.
- Vencer la impaciencia: aceptar contrariedades sin quejas.
- Mortificar el ego: ceder en una discusión, no buscar ser el centro.
- Dominar los pensamientos inútiles o negativos.
Consejo pastoral: haz un “ayuno de pensamientos” negativos durante una hora al día. Ofrece esa hora a Cristo.
2. Mortificación de los sentidos
- Vista: evitar imágenes que te distraigan o alejen de Dios.
- Oído: no participar en conversaciones vacías o maliciosas.
- Lengua: guardar silencio cuando preferirías hablar.
- Gusto: no comer entre horas, elegir lo más simple.
- Tacto: evitar comodidades excesivas.
Ejemplo: deja el café azucarado una vez a la semana como ofrenda. Hazlo con amor, no por culpa.
3. Mortificación corporal
- Ayuno: aprobado por la Iglesia como gran arma espiritual. No es solo para Cuaresma.
- Privación voluntaria: dormir sin almohada alguna noche, usar agua fría, evitar lujos.
- Posturas de oración exigentes: orar de rodillas, inclinarse con reverencia.
Precaución: siempre con equilibrio. Nunca debe atentar contra la salud. Consulta con un confesor o director espiritual.
4. Mortificación social
- Callar cuando uno quiere justificarse.
- Aceptar una corrección con humildad.
- No buscar siempre la última palabra.
Consejo pastoral: practica el arte de “perder con amor”, y verás crecer la paz interior.
La mortificación como expresión de caridad
No debemos olvidar que toda mortificación cristiana está al servicio del amor: amor a Dios y amor al prójimo. Mortificarse para ser menos impaciente, más servicial, más generoso, más libre. La verdadera prueba de una buena mortificación es que nos hace más caritativos.
“Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13,3).
Conclusión: El gozo de morir un poco cada día
La mortificación no es una penitencia amarga, sino una medicina divina. No es opresión, sino liberación. No es muerte, sino vida. Es el camino secreto de los santos, la escuela del amor auténtico, el arte cristiano de morir para vivir.
¿Te atreves a comenzar? Hoy puedes dar el primer paso. No esperes una señal extraordinaria. Comienza por lo pequeño, lo oculto, lo cotidiano. Ahí donde nadie ve, Dios te espera. Y en cada pequeña muerte, te irá regalando un poco más de su Vida.
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“Porque si hemos sido injertados con Él en una muerte como la suya, también lo seremos en una resurrección como la suya.” (Romanos 6,5)