Una guía teológica y pastoral para redescubrir la responsabilidad cristiana del “hacer el bien”
Introducción
Cuando se habla de pecado, la mayoría de los fieles tiende a pensar en acciones negativas: mentir, robar, cometer adulterio, faltar a misa, etc. Pero la Iglesia enseña que también hay otro tipo de pecado, igual de grave y, a menudo, mucho más silencioso: el pecado de omisión. Este consiste en no hacer el bien que uno está obligado a hacer. En otras palabras, no es solo el mal que cometemos, sino también el bien que dejamos de hacer.
En el Catecismo de la Iglesia Católica, el artículo 1853 dice con claridad:
“La raíz del pecado está en el corazón del hombre […]. Se puede considerar también que el pecado consiste en una acción, en una palabra o en un deseo contrario a la Ley eterna. Es pecado también la omisión de lo que la Ley eterna prescribe”.
En un mundo marcado por la indiferencia, la pasividad moral y la comodidad, redescubrir la gravedad del pecado de omisión es una llamada urgente al despertar de la conciencia cristiana. Este artículo quiere ayudarte a comprender su significado, su historia teológica, su relevancia para nuestro tiempo y cómo vivir una fe activa, responsable y transformadora.
I. ¿Qué es el pecado de omisión?
El pecado de omisión consiste en no realizar una acción moralmente buena y obligatoria cuando uno tiene el deber de hacerla. No se trata de una mera negligencia, sino de una falta grave cuando se dan tres condiciones:
- Se sabe que hay que hacer el bien (conocimiento).
- Se puede hacer ese bien (libertad y posibilidad).
- Se decide no hacerlo voluntariamente (voluntad).
Por ejemplo:
- Un padre que no educa en la fe a sus hijos.
- Un cristiano que ve una injusticia y guarda silencio pudiendo intervenir.
- Alguien que pasa junto a un pobre hambriento sin socorrerlo, pudiendo hacerlo.
La parábola del Juicio Final en Mateo 25 es el ejemplo más contundente. Jesús no reprende a los condenados por el mal que hicieron, sino por el bien que no hicieron:
“Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis” (Mt 25,42-43).
Así, Jesús muestra que el camino a la condenación no siempre está lleno de maldades activas, sino de silencios culpables, indiferencias cómodas y corazones pasivos.
II. Historia y desarrollo teológico del concepto
Desde los primeros siglos, la Iglesia comprendió que el pecado no se limita al acto malo, sino también a la omisión del acto bueno. Los Padres de la Iglesia, como San Agustín, enseñaban que:
“No basta con no hacer el mal; es necesario hacer el bien” (Sermón 43,4).
Este principio se basa en la Ley natural y divina, que exige no solo evitar el mal, sino actuar en favor del bien, la justicia y la caridad. Santo Tomás de Aquino lo explica en la Suma Teológica (I-II, q. 79, a. 3), afirmando que el pecado de omisión ocurre cuando se omite un acto que la razón ordena como necesario.
El Concilio de Trento, al hablar del pecado mortal, también reconoce que este puede cometerse “de pensamiento, palabra, obra u omisión”. La tradición católica ha mantenido firme esta visión, recordando que la santidad no se alcanza simplemente por “no hacer nada malo”, sino por amar activamente.
III. El pecado de omisión en el contexto actual
Vivimos en una cultura donde reina el individualismo, el “yo primero”, la comodidad como ideal de vida. Esto genera un cristianismo tibio y espectador, que prefiere no complicarse la vida. Ante la injusticia, la pobreza, el aborto, la soledad, muchos optan por no meterse, no decir, no actuar.
Esta mentalidad es profundamente contraria al Evangelio. Jesús no fue un mero “observador del bien”, sino que pasó haciendo el bien (cf. Hch 10,38), y nos llamó a hacer lo mismo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).
Hoy, el pecado de omisión puede tener consecuencias graves:
- Silencio ante el mal en redes sociales o en la vida real.
- Falta de testimonio cristiano por miedo o comodidad.
- Desinterés por el sufrimiento ajeno, incluso en la propia familia o comunidad.
- Indiferencia ante la verdad, dejando que la mentira prospere.
IV. Criterios teológicos y pastorales para discernir
1. ¿Estoy obligado moralmente a actuar?
No todo bien omitido es pecado. Debe haber un deber real, moralmente exigible. Por ejemplo, no es lo mismo no dar limosna porque no se puede, que pasar de largo a un anciano desorientado por pura apatía.
2. ¿Tenía conocimiento del bien que debía hacer?
El pecado de omisión requiere conciencia. Si uno ignora su deber de forma invencible (es decir, sin culpa propia), no hay pecado. Pero en la mayoría de los casos, sabemos lo que debemos hacer y lo eludimos.
3. ¿Tenía posibilidad real de hacerlo?
Si uno está impedido física o psicológicamente, no hay omisión culpable. El pecado surge cuando se puede hacer el bien y se decide no hacerlo.
V. Aplicaciones prácticas para la vida cristiana
1. Revisa tu día a día
Haz un examen de conciencia no solo sobre lo que hiciste mal, sino sobre el bien que no hiciste. ¿A quién no ayudaste? ¿A qué deber cristiano diste la espalda?
2. Actúa con caridad concreta
No basta con “pensar bien”. El amor cristiano es activo y eficaz. Visita al enfermo, consuela al triste, alimenta al hambriento, defiende al que no tiene voz.
3. No seas cómplice del mal con tu silencio
Callar ante la injusticia o el pecado puede ser complicidad. No se trata de juzgar a nadie, sino de defender la verdad y el bien con valentía y caridad.
4. Educa tu conciencia
Una conciencia formada evita muchas omisiones. Estudia el Evangelio, el Catecismo, los documentos del Magisterio. Conoce lo que Dios espera de ti para poder responder con generosidad.
5. Vive la liturgia como escuela del bien
La Misa y los sacramentos no son solo ritos: nos forman para el amor activo. El “vayan en paz” al final de la Misa es un mandato misionero: “¡Id a hacer el bien en el mundo!”.
6. Confiesa también tus omisiones
No olvides incluir en tu confesión los actos de caridad, justicia o verdad que omitiste. Reconocer las omisiones permite al alma crecer en humildad y en responsabilidad.
VI. Una espiritualidad del “hacer el bien”
El cristiano no está llamado a “no hacer el mal”, sino a ser luz, sal y levadura (cf. Mt 5,13-16). Esto implica acción, entrega, decisión. San Pablo decía:
“No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien” (Rom 12,21).
Cada día, tenemos oportunidades de hacer el bien. No desperdiciarlas es ya un acto de fidelidad a Cristo. Ser santo no es una utopía para unos pocos, sino una vocación concreta, activa y diaria: amar con hechos.
Conclusión
El pecado de omisión es uno de los males más sutiles de nuestro tiempo. No escandaliza, no se ve, no hace ruido… pero mata lentamente la caridad, enfría la fe y apaga la esperanza. Vivir una vida cristiana auténtica implica estar atentos a las ocasiones en las que el Señor nos llama a hacer el bien, a comprometernos, a servir, a amar.
No basta con decir “soy buena persona”; el juicio final, según Jesús, no será sobre lo que evitamos hacer, sino sobre lo que hicimos por los más pequeños (cf. Mt 25).
Oración final
Señor, perdóname por el bien que no hice.
Por las veces que pude consolar y no lo hice,
por las palabras que no dije,
por las veces que vi el dolor y miré a otro lado.
Dame un corazón valiente, una fe activa,
una caridad generosa que no se canse de hacer el bien.
Que no me acomode en la indiferencia ni me esconda en la pereza.
Hazme instrumento de tu bien, cada día. Amén.