El «Hombre Niño»: Cuando el cuerpo crece pero el alma se estanca. El drama espiritual del Puer Aeternus

Introducción: Un mal silencioso que se disfraza de juventud eterna

Vivimos en un mundo que idolatra la juventud. Se premia la inmediatez, se aplaude la espontaneidad, se busca la ligereza como valor y se huye de todo lo que implique responsabilidad, madurez o sacrificio. En medio de esta cultura aparece una figura antigua, pero más vigente que nunca: el Puer Aeternus, el “niño eterno”, el hombre que rehúsa crecer.

Pero este no es solo un problema psicológico o social. Es una enfermedad del alma, una deformación espiritual que afecta directamente nuestra relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos. En este artículo te llevaré de la mano para descubrir qué es el Puer Aeternus, cómo se manifiesta hoy, cuál es su raíz teológica y qué puede hacer un cristiano para romper con este espejismo de inmadurez.


I. ¿Qué es el Puer Aeternus? Breve historia del concepto

El término Puer Aeternus, que en latín significa “niño eterno”, fue popularizado por el psiquiatra Carl Gustav Jung. Describía con él a personas —hombres, principalmente— que, a pesar de alcanzar la edad adulta, mantienen una actitud infantil: miedo al compromiso, rechazo a las responsabilidades, fascinación por lo novedoso, idealización de la libertad y una dependencia emocional disfrazada de independencia.

Esta figura tiene raíces míticas. En la mitología romana, Iuventus era la diosa de la juventud eterna. En el mundo cristiano, sin embargo, la juventud no es un estado perpetuo deseable, sino una etapa que debe madurar en virtud, sabiduría y entrega.

El problema es que el Puer Aeternus moderno ha invadido también la vida espiritual: muchos cristianos viven una fe superficial, caprichosa, emocional, que huye del sufrimiento y evita las exigencias del Evangelio. El drama no es que seamos jóvenes, sino que no queremos crecer en Cristo.


II. La dimensión teológica: ¿Por qué este problema afecta tu alma?

La Escritura no es ambigua al respecto. San Pablo, en su carta a los Corintios, dice con fuerza:

«Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Pero cuando me hice hombre, dejé las cosas de niño.»
(1 Corintios 13,11)

Este pasaje es clave. El apóstol no desprecia la infancia espiritual (que todos vivimos al inicio de nuestro camino de fe), pero deja claro que la madurez es un deber del cristiano. Cristo no nos llama a quedarnos en pañales espirituales, sino a caminar hacia la plenitud: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5,48).

La figura del Puer Aeternus es, en el fondo, una negación del proceso de santificación. Es vivir una fe basada en sentimientos, sin cruz, sin profundidad, sin compromiso. Es resistirse a tomar la cruz cada día. Es esperar un Dios que nos mime, no un Padre que nos forme. En este sentido, es un rechazo —consciente o inconsciente— de la filiación divina madura.


III. Manifestaciones actuales del Puer Aeternus

Aunque no se vea a simple vista, este “niño eterno” espiritual está por todas partes:

  • En el joven que busca solo retiros emocionales pero no la confesión frecuente.
  • En el adulto que asiste a Misa solo si “le nace”, y se molesta si la homilía es exigente.
  • En el católico que no quiere asumir compromisos parroquiales porque “no es el momento”.
  • En el creyente que cambia de comunidad, director espiritual o estilo litúrgico cada pocos meses porque se “aburre”.
  • En el hombre que evita el matrimonio, la paternidad o el compromiso duradero “para no perder su libertad”.

Estos son solo ejemplos. La realidad es que el Puer Aeternus es una tentación universal, una regresión disfrazada de libertad, una inmadurez que impide que Cristo sea formado en nosotros (cf. Gálatas 4,19).


IV. El remedio espiritual: cómo crecer y madurar en Cristo

1. Reconocer la inmadurez

La primera clave es reconocer las áreas donde actuamos como niños espirituales. Pregúntate con honestidad:

  • ¿Evito el compromiso con excusas?
  • ¿Busco una espiritualidad que me entretenga más que me transforme?
  • ¿Me resisto al sufrimiento y a la corrección?
  • ¿Cambio constantemente de grupos, comunidades o disciplinas espirituales?

Sin diagnóstico, no hay curación.

2. Adoptar una espiritualidad de la Cruz

El cristiano maduro no busca consuelos, busca la Cruz. Como dijo Santa Teresa de Jesús:

“El alma que más se ejercita en el padecer, más aprovecha.”

Aceptar el dolor, el silencio de Dios, la lucha interior, es señal de madurez. El niño quiere todo ya; el adulto espera, persevera, se entrega.

3. Formarse seriamente

Madurar es también educar la mente y el corazón. No basta con frases motivadoras o reels de Instagram. Hace falta leer el Evangelio, el Catecismo, la vida de los santos, textos clásicos de espiritualidad. Solo una fe bien formada puede resistir las tormentas del mundo.

4. Vivir los sacramentos como escuela de madurez

La confesión constante nos obliga a vernos con verdad. La Eucaristía, recibida con reverencia y conciencia, nos alimenta con la vida misma de Cristo. La oración nos saca de nosotros mismos. La madurez espiritual se forja en el silencio del Sagrario, no en la agitación del espectáculo religioso.

5. Aceptar misiones, no emociones

El Puer Aeternus vive de estados de ánimo. El cristiano maduro vive de su vocación. La vida espiritual no depende de cómo me sienta hoy, sino de a quién pertenezco. Si soy de Cristo, debo cargar con Él la cruz. Debo amar, servir, perseverar… aunque no tenga ganas.


V. Una guía práctica para dejar atrás al Puer Aeternus

1. Haz un examen de conciencia sobre tu madurez espiritual.
Dedica un rato esta semana a preguntarte en qué áreas de tu vida evitas crecer.

2. Elige una práctica espiritual exigente y mantenla por 30 días.
Por ejemplo: rezar el Rosario diario, confesarte cada semana, levantarte media hora antes para orar en silencio, hacer ayuno los viernes. No esperes sentir “ganas”. Simplemente hazlo.

3. Comprométete con una comunidad.
Deja de vagar. Escoge una parroquia, un grupo, una misión, y quédate. Persevera incluso cuando no te sientas “motivado”. La estabilidad es signo de madurez.

4. Busca un guía espiritual serio.
Un sacerdote, una religiosa o un laico maduro que te ayude a avanzar. No alguien que solo te anime, sino que te corrija y forme.

5. Lee una biografía de un santo adulto en la fe.
Recomiendo: Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Felipe Neri, San José Sánchez del Río (sí, un joven… pero con alma de mártir), Santa Gianna Beretta Molla.


Conclusión: No más fe de guardería

El mundo necesita hombres y mujeres maduros en la fe, capaces de cargar con otros, de sufrir por amor, de perseverar en lo pequeño y de dar la vida sin esperar aplausos. Ser cristiano no es conservar una juventud eterna, sino alcanzar la estatura de Cristo.

Como dice San Pablo:

“Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo.”
(Efesios 4,13)

No te conformes con ser un niño eterno. Dios no te creó para entretenerte, sino para amar con todo tu corazón, alma y fuerza. La madurez no es perder la alegría, es ponerla al servicio del Reino. No es volverse rígido, es volverse firme. No es dejar de soñar, es empezar a construir.

Que el Señor te conceda crecer en sabiduría, en entrega, en profundidad. Y si alguna parte de ti aún se aferra al Puer Aeternus, que su gracia te despierte, te levante y te lleve a caminar como hijo verdadero.

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Pater noster, qui es in cælis: sanc­ti­ficétur nomen tuum; advéniat regnum tuum; fiat volúntas tua, sicut in cælo, et in terra. Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie; et dimítte nobis débita nostra, sicut et nos dimíttimus debitóribus nostris; et ne nos indúcas in ten­ta­tiónem; sed líbera nos a malo. Amen.

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