Una guía teológica y pastoral para despertar del letargo espiritual en la era de las redes sociales
Introducción: Envidiando sin querer… pero sin parar
Vivimos en un mundo donde la vida del otro es un escaparate sin cortinas. Instagram, TikTok, Facebook, LinkedIn… Las redes sociales han convertido lo íntimo en espectáculo y lo ordinario en materia de comparación constante. En este contexto nace una de las epidemias silenciosas de nuestro tiempo: el doomscrolling de la vida ajena.
Este término anglosajón —“doomscrolling”— designa el acto compulsivo de seguir desplazándose por noticias o contenidos negativos. Sin embargo, aquí lo aplicaremos a una forma aún más sutil y corrosiva: la contemplación pasiva y constante de la vida (curada y editada) de los demás en redes sociales. Un paseo interminable por las vitrinas de lo que aparentemente es felicidad, éxito y plenitud. Y mientras uno ve, compara. Y mientras compara, siente. Y lo que siente, muchas veces, es una tristeza hueca, disfrazada de admiración, pero empapada de envidia melancólica.
I. La raíz teológica del problema: ¿Qué es la envidia y por qué es pecado?
La envidia no es simplemente “querer lo que otro tiene”. Desde la perspectiva cristiana, la envidia es algo mucho más profundo y dañino: es una tristeza causada por el bien del prójimo.
Santo Tomás de Aquino define la envidia como «tristitia de bono proximi» (Suma Teológica, II-II, q.36), es decir, tristeza ante el bien ajeno. Esta tristeza surge cuando el bien del otro se percibe como una amenaza a nuestra propia valía, identidad o felicidad.
En términos espirituales, la envidia es una negación práctica de la Providencia. Es decirle a Dios: “No me diste lo que me corresponde”. Es un pecado contra la caridad, porque impide amar sinceramente al prójimo. Y es un pecado contra la humildad, porque nos hace pensar que merecemos lo que no tenemos.
El décimo mandamiento —«No codiciarás los bienes ajenos» (Éxodo 20,17)— nos previene de este desorden interior que, aunque muchas veces invisible, puede deformar gravemente nuestro corazón.
II. La forma moderna de la envidia: la envidia melancólica del consumo digital
Antiguamente, la envidia era más puntual: se envidiaba al vecino, al primo con mejor empleo, a la amiga que se casó. Hoy, en cambio, la envidia se ha globalizado y digitalizado. Podemos pasar horas mirando los cuerpos perfectos de influencers, las vacaciones de los conocidos, los logros laborales de antiguos compañeros, las familias felices de otros padres, los éxitos apostólicos de otros grupos católicos…
Este consumo pasivo de vidas ajenas se presenta como entretenimiento, pero en el fondo es una forma de escapismo tóxico. Porque uno no vive, sólo contempla, como quien ve pasar trenes desde el andén sin subirse a ninguno. Y lo que comienza como curiosidad, termina siendo un hábito mental que hiere la autoestima, intoxica la espiritualidad y adormece el deseo de Dios.
Este estado constante de comparación y tristeza leve, aunque no nos lleve a la acción, nos paraliza el alma. Ya no deseamos activamente el bien del otro —ni tampoco el nuestro—, sino que quedamos como anestesiados por una tristeza viscosa que no sabemos de dónde viene… pero que sabemos que duele.
III. Las redes como espejismo: lo que ves no es lo que es
La vida digital es una ilusión óptica cuidadosamente construida. La mayoría de lo que se publica en redes sociales está editado, filtrado y seleccionado. No se trata de mentiras descaradas, sino de una presentación curada de lo mejor: los logros, los momentos felices, las imágenes más favorecedoras.
Este fenómeno puede hacernos creer que los demás están viviendo una plenitud constante, mientras nosotros somos los únicos atrapados en la rutina, el desánimo o los fracasos. Pero lo cierto es que lo que vemos no es real. O al menos, no es toda la realidad.
San Pablo nos advierte:
“No os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestro entendimiento” (Romanos 12,2).
Este versículo es clave. No se trata solo de evitar el pecado, sino de proteger la mente de ser formada por los valores de este mundo: superficialidad, comparación, vanidad. Y pocas cosas forman hoy más la mente que las redes sociales.
IV. Efectos espirituales del ‘doomscrolling’ en la vida de fe
La exposición constante a la vida curada de los demás genera efectos pastorales y espirituales muy concretos:
1. Apatía espiritual
Cuando vivimos comparándonos, nos sentimos constantemente “menos”. Esto apaga el deseo de mejorar. Uno ya no se esfuerza por crecer, sino que se encierra en un sentimiento de inferioridad resignada. Esto se refleja incluso en la vida espiritual: ya no creemos que podamos ser santos, ni útiles, ni fecundos.
2. Juicios interiores disfrazados de espiritualidad
Muchas veces la envidia se disfraza de “crítica constructiva” o de juicio piadoso: “Sí, muy bonita esa familia, pero seguro que no rezan como nosotros”. En lugar de alegrarnos por el bien ajeno, buscamos relativizarlo. Es un mecanismo de defensa para no enfrentar nuestra tristeza.
3. Desconexión con el presente
La envidia digital nos desconecta del ahora. Vivimos mirando vidas ajenas, mientras la nuestra se escurre. Este desorden impide vivir con plenitud nuestra propia vocación, misión y familia.
4. Acusaciones sutiles contra Dios
Interiormente, empezamos a preguntarnos: ¿Por qué Dios no me dio eso a mí? ¿Qué hice mal? ¿Por qué ellos sí?. Esta queja silenciosa puede transformarse en resentimiento hacia Dios, aunque no lo digamos en voz alta.
V. Camino de sanación: cómo liberarse de la envidia melancólica
La buena noticia es que, como todo pecado o desorden interior, la envidia puede ser vencida. No de golpe, sino con un trabajo interior paciente y asistido por la gracia.
1. Reconocer y nombrar
Lo primero es hacer un acto de sinceridad. Admitir que me estoy dejando envenenar por lo que veo. Nombrar la emoción: “Esto que siento no es admiración sana, es tristeza por el bien del otro”.
2. Ayunar del consumo pasivo
Dedicar tiempos concretos del día sin redes sociales. No por castigo, sino por higiene espiritual. Volver a lo simple: el silencio, la lectura espiritual, la contemplación de lo cotidiano. La ascesis digital es hoy parte esencial de la vida cristiana.
3. Agradecer lo propio
La gratitud es el antídoto de la envidia. Agradecer conscientemente, incluso lo más pequeño, reconcilia el corazón con su propia historia. Llevar un “diario de gracias” ayuda a ver cuán bendecidos somos, incluso en lo que damos por sentado.
4. Pedir la gracia de la caridad
La envidia no se vence solo con fuerza de voluntad, sino con gracia. Pedirle al Señor: “Dame un corazón limpio, que se alegre sinceramente por el bien de mis hermanos”. La caridad no es solo no hacer daño, sino alegrarse con el bien ajeno.
5. Confesarse
Si el sentimiento de envidia ha sido persistente y ha llevado a juicios, murmuraciones o parálisis interior, es bueno llevarlo al sacramento de la Reconciliación. Cristo no solo perdona, sino que sana y fortalece.
VI. Una llamada pastoral: vivir como testigos, no como espectadores
Nuestra vocación no es mirar la vida desde la barrera, sino ser protagonistas del Reino. Dios no nos ha llamado a consumir vidas ajenas, sino a vivir la nuestra en plenitud.
Cada persona tiene una historia única, una misión irrepetible. Como dice San Pablo:
“Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras que Dios preparó de antemano para que las practicáramos” (Efesios 2,10).
No te fue dada la vida de otro, porque tú estás llamado a algo distinto. No eres copia. No eres versión beta. Eres un diseño divino, amado desde la eternidad.
Conclusión: Dejar de mirar, empezar a vivir
El doomscrolling de la vida ajena es una forma moderna de esclavitud emocional y espiritual. Pero Cristo no vino para que seamos espectadores frustrados, sino hijos libres. No para que nos comparemos, sino para que nos entreguemos. No para consumir belleza, sino para crearla.
Deja el móvil. Mira a tus hijos. Abre un libro. Reza un misterio. Abraza a tu cónyuge. Vuelve al sacramento. Da un paseo sin cámara. Vive tu historia. Porque esa —no la del influencer— es la que puede salvar tu alma.
Oración final para liberar el corazón de la envidia
Señor Jesús, Tú que ves lo más profundo del corazón, líbrame de la comparación que paraliza, del juicio que envenena, de la tristeza que me aleja de Ti. Dame un corazón agradecido, limpio y fuerte. Que pueda mirar a mis hermanos con alegría y vivir mi vocación con pasión. Amén.