Introducción
Hablar de los abusos dentro de la Iglesia no es sencillo. Toca fibras sensibles, remueve heridas profundas y despierta en muchos una justa indignación. Pero también es un deber. Callar sería una forma de complicidad silenciosa; mirar hacia otro lado, una traición a la verdad y a las víctimas. En este artículo, abordamos este doloroso tema desde una perspectiva teológica, histórica y pastoral, buscando no solo informar, sino sobre todo sanar, guiar y renovar la esperanza. Porque allí donde ha abundado el pecado, la gracia puede —y debe— sobreabundar (cf. Romanos 5,20).
I. Historia de una herida que clama al cielo
Los abusos sexuales, de poder y de conciencia dentro de la Iglesia no son un fenómeno nuevo, pero es en las últimas décadas cuando han salido a la luz con una crudeza estremecedora. El informe John Jay en EE.UU., las investigaciones en Irlanda, Alemania, Chile y otros países, así como testimonios desgarradores de víctimas, han demostrado una realidad sistemática y, lo que es aún más grave, a menudo encubierta por quienes deberían haber actuado con justicia y misericordia.
Durante mucho tiempo, el instinto institucional fue proteger la “imagen” de la Iglesia antes que a las personas vulnerables. Este clericalismo, denunciado por el mismo Papa Francisco, contribuyó a un clima de impunidad y silencio. Como escribiera el profeta Isaías: “¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal!” (Is 5,20).
II. Relevancia teológica: el misterio del pecado en la Iglesia
Este escándalo pone ante nosotros un misterio doloroso: la Iglesia es santa, pero está formada por pecadores. El Catecismo enseña que la Iglesia es “al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación” (cf. CEC 827). Cristo la ha hecho su Esposa, pero ella necesita renovarse constantemente por la conversión de sus miembros.
El escándalo de los abusos no solo es un drama humano, sino también una herida al Cuerpo de Cristo. Cada acto de violencia contra un inocente es una nueva flagelación de Cristo en sus miembros más pequeños (cf. Mt 25,40). Y al mismo tiempo, cada paso hacia la verdad, la justicia y la reparación es un acto de comunión con el Redentor que no abandona a su Iglesia, sino que la purifica.
¿Por qué Dios lo permite?
No podemos responder plenamente al misterio del mal. Pero sí sabemos que Dios, en su infinita sabiduría, permite el escándalo para que se manifieste la verdad, para que caigan los ídolos y para que el Evangelio no se predique desde el poder, sino desde la humildad y la cruz. Como dice San Pablo: “Tenemos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).
III. ¿Qué dice la Biblia sobre los abusos y la justicia?
La Escritura no calla ante el pecado, incluso cuando viene de quienes tienen autoridad espiritual. En el Antiguo Testamento, los profetas denuncian con fuerza a los pastores infieles (cf. Ez 34). Jesús mismo no escatimó palabras contra los fariseos que imponían cargas pesadas sin mover un dedo para aliviarlas (cf. Mt 23,4).
El Evangelio es claro: quien escandalice a uno de los pequeños, “más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar” (Mc 9,42). No se trata de venganza, sino de comprender la gravedad del daño que puede causar un abuso espiritual, sexual o de poder cometido por un ministro sagrado.
IV. Una Iglesia que aprende, se convierte y actúa
A partir del reconocimiento del daño, muchas diócesis y órdenes religiosas han iniciado procesos de reforma: protocolos de protección de menores, formación en afectividad y poder, colaboración con la justicia civil, y creación de oficinas de denuncia y acompañamiento a las víctimas.
El Papa Benedicto XVI —con firmeza y humildad— inició un camino de purificación. El Papa Francisco lo ha continuado con documentos como Vos Estis Lux Mundi, que establece procedimientos concretos para denunciar y sancionar a los responsables, incluso si son obispos.
No basta, sin embargo, con medidas jurídicas. La conversión pastoral exige una transformación profunda en la forma de ejercer la autoridad, de formar a los seminaristas, de vivir el celibato, y de concebir la misión. Se requiere una Iglesia menos clerical, más evangélica, donde el poder se entienda como servicio y no como dominio.
V. Guía teológica y pastoral: ¿Qué podemos hacer nosotros?
Este tema no es solo asunto de los obispos o los canonistas. Todos los fieles somos miembros del Cuerpo de Cristo. Cada uno, desde su lugar, está llamado a:
1. Conocer la verdad
- Infórmate desde fuentes fiables, sin sensacionalismos pero tampoco ingenuidad.
- Lee documentos como la Carta a los católicos de Chile (2018) o Vos Estis Lux Mundi (2019).
2. No callar ante la injusticia
- Si conoces un caso de abuso, denúncialo. A la autoridad civil y, si es posible, también a la eclesiástica.
- Romper el silencio es un acto de caridad con la víctima y con toda la Iglesia.
3. Acompañar a las víctimas
- Escucha sin juzgar. Cree a quien habla con dolor. Muchas veces, el silencio de la comunidad es más doloroso que el abuso mismo.
- Apoya iniciativas de sanación, retiros, acompañamiento psicológico y espiritual.
4. Vivir la fe con autenticidad
- Ora por la conversión de los abusadores, pero también por la justicia y la reparación.
- No te escandalices hasta el punto de alejarte de Cristo. Él sigue siendo la Verdad, aunque sus ministros fallen.
5. Educar a las nuevas generaciones
- Forma a los niños y jóvenes en el respeto, la dignidad y la afectividad.
- Enseña a discernir la autoridad auténtica de la manipulación espiritual.
VI. La esperanza de una Iglesia renovada
La herida es real, pero no es el fin. Cristo prometió que las puertas del infierno no prevalecerán contra su Iglesia (cf. Mt 16,18), y su promesa sigue en pie. La purificación es dolorosa, pero es también una gracia. La Iglesia de mañana será más humilde, más evangélica, más compasiva.
Muchos sacerdotes y religiosos viven su vocación con generosidad y entrega total. No olvidemos que la mayoría de ellos son pastores buenos, heridos también por esta crisis. Acompañarlos, orar por ellos y alentarlos es parte del camino de sanación.
Conclusión: Una llamada a la santidad desde la cruz
Frente a este escándalo, algunos se alejan, otros se callan, otros militan en el odio. Pero también hay quienes —con el corazón roto— se aferran más que nunca a Cristo. Él es el único que puede sanar estas heridas. Y lo hace no desde el poder, sino desde la cruz.
Recordemos las palabras de San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). Que esta sobreabundancia de gracia nos mueva a vivir con mayor compromiso, a formar comunidades sanas y seguras, y a ser una Iglesia que no encubre, sino que consuela; que no protege privilegios, sino que protege a los pequeños.