Introducción: ¿Y si te dijera que has sido engañado?
Vivimos en una época donde la palabra «igualdad» es entronizada como uno de los máximos valores éticos y sociales. Políticos, educadores, influencers y hasta algunos pastores la repiten como un mantra: todos somos iguales, igualdad de derechos, igualdad de oportunidades, igualdad de género, etc. Pero, ¿es realmente la igualdad un valor cristiano? ¿Fue Cristo un predicador de la igualdad? ¿Se puede construir una moral cristiana auténtica sobre esa base?
La respuesta, aunque incómoda para muchos, es clara desde el punto de vista bíblico, teológico e histórico: la igualdad no es un valor cristiano. No lo fue en los primeros siglos de la Iglesia, no lo fue para los Padres y Doctores, y no lo es en la enseñanza tradicional de la Iglesia Católica.
Pero esta afirmación no significa que el cristianismo niegue la dignidad humana ni que fomente la injusticia. Al contrario: el cristianismo va más allá de la igualdad, y propone algo mucho más radical y transformador: la caridad, la justicia y la comunión en la verdad.
En este artículo vamos a desmontar mitos, iluminar con la verdad del Evangelio y ofrecer una guía práctica para vivir como verdaderos hijos de Dios en un mundo que se ha olvidado de Él.
1. El origen del mito: la igualdad como producto de la modernidad
La idea de igualdad como valor supremo no proviene del Evangelio ni de la Tradición de la Iglesia, sino del pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Filósofos como Rousseau, Voltaire o Marx afirmaban que el hombre debía liberarse de toda jerarquía —divina o humana— y que todos los individuos debían ser iguales en derechos, condiciones y expresión.
Estas ideas, impregnadas de racionalismo y materialismo, desembocaron en las grandes revoluciones modernas: la Revolución Francesa, la Revolución Rusa, la Revolución Cultural. Todas prometieron igualdad… y todas acabaron en represión y sangre.
En contraste, el cristianismo nunca prometió la igualdad de condiciones, sino la salvación eterna y la filiación divina, que no depende del origen social, del género, ni de la raza, sino de la gracia.
“Porque no hay acepción de personas para con Dios” (Romanos 2,11)
Esta frase de San Pablo, frecuentemente malinterpretada, no significa que Dios nos considere iguales en todo, sino que su amor no se rige por las apariencias humanas. Dios no tiene favoritismos, pero sí establece diferencias legítimas.
2. Lo que realmente enseña la Biblia sobre la «igualdad»
En las Sagradas Escrituras encontramos una constante: Dios elige, distingue, ordena jerárquicamente y asigna funciones diversas.
Desde la Creación vemos que hay un orden querido por Dios:
- El hombre fue creado primero, y la mujer como ayuda adecuada (Génesis 2,18-23).
- Hay una jerarquía entre criaturas: ángeles, hombres, animales, etc.
- El pueblo de Israel es elegido entre todos los pueblos.
- En la Iglesia hay apóstoles, discípulos, fieles, obispos, laicos, consagrados…
Jesús mismo, en su Encarnación, se somete voluntariamente a una estructura jerárquica: nace de una mujer, se somete a María y José, y cumple la voluntad del Padre.
Cuando los apóstoles discuten quién es el mayor, Jesús no les dice «todos son iguales», sino que les enseña el camino de la humildad: «el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos» (Mc 9,35). Esta no es una negación de la jerarquía, sino una transformación del poder desde la caridad.
Además, San Pablo nos dice con claridad:
“Los dones son diversos, pero el Espíritu es el mismo” (1 Cor 12,4)
Diversidad de funciones, unidad en el Espíritu. No igualdad en sentido plano o ideológico.
3. Teología cristiana: dignidad, no igualdad
La Iglesia enseña con firmeza que todos los seres humanos tienen igual dignidad ontológica, es decir, todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios y están llamados a la salvación. En ese sentido, hay una «igualdad fundamental».
Pero eso no significa que seamos iguales en naturaleza, funciones, capacidades o vocación. Como bien explica Santo Tomás de Aquino:
«La desigualdad fue querida por Dios, porque en ella se manifiesta mejor la belleza del orden y la armonía del universo».
(Suma Teológica, I q.47 a.2)
El cristianismo reconoce la unidad en la diversidad: la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, donde cada miembro tiene una función distinta. Pretender que todos seamos iguales, uniformes, intercambiables, es desfigurar el plan de Dios.
4. Los riesgos de la idolatría de la igualdad
Cuando la igualdad se convierte en un dogma absoluto, surgen múltiples peligros:
- Destrucción de la familia natural: al negar las diferencias entre varón y mujer, se destruye la complementariedad querida por Dios.
- Nivelación hacia abajo: en lugar de buscar la excelencia, se premia la mediocridad por el simple hecho de “ser iguales”.
- Rebelión contra la autoridad legítima: la obediencia es vista como sumisión irracional.
- Confusión vocacional: se pretende que todos puedan hacer de todo, incluso en la Iglesia, generando tensiones como la presión para ordenar mujeres o eliminar el celibato.
Este clima cultural, profundamente anticristiano, no libera al hombre, sino que lo confunde y lo encadena.
5. ¿Qué propone entonces el cristianismo?
5.1 La caridad, no la igualdad
Jesús no vino a proclamar la igualdad, sino el amor:
“Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como Yo os he amado” (Jn 15,12)
La caridad reconoce la dignidad del otro, no porque sea “igual”, sino porque es hijo de Dios. La caridad permite aceptar las diferencias, servir desde la humildad y construir una auténtica comunión.
5.2 La justicia, no la nivelación
La justicia cristiana da a cada uno lo suyo, según su condición, sus méritos y su vocación. No todos reciben lo mismo, como en la parábola de los talentos (Mt 25,14-30), pero todos están llamados a ser fieles y fructificar.
5.3 La unidad en la verdad, no en el relativismo
La Iglesia es una familia, no una asamblea de iguales. Su unidad no nace de la uniformidad, sino de la fe común, los sacramentos y la obediencia al Magisterio. Es una unidad orgánica, jerárquica, sacramental y espiritual.
6. Guía práctica para vivir como cristianos en un mundo igualitarista
A. Reeduca tu mirada
- No tengas miedo de las diferencias: acéptalas como parte del plan de Dios.
- No confundas dignidad con igualdad funcional.
- Valora tu vocación específica, tu lugar en la Iglesia, tu estado de vida.
B. Forma tu conciencia
- Lee el Catecismo de la Iglesia Católica, especialmente las secciones sobre justicia, caridad, vocación y dignidad humana.
- Acércate a la enseñanza de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos.
C. Fomenta comunidades vivas, no ideológicas
- En tu parroquia, en tu familia, en tu entorno laboral, promueve la unidad desde el servicio y la verdad, no desde slogans igualitaristas.
- Da testimonio de una Iglesia jerárquica, pero profundamente humana.
D. Corrige con caridad, pero con firmeza
- Cuando oigas que la igualdad es un valor cristiano, ofrece una corrección fraterna, citando la Escritura y la Tradición.
- No seas cómplice del error por miedo a desagradar.
E. Ora por la humildad
- Aceptar la diferencia requiere humildad. Pide a Dios la gracia de vivir tu lugar en el mundo y en la Iglesia con alegría y fidelidad.
Conclusión: El Reino de Dios no es una república igualitaria
En el Reino de Dios hay reyes, profetas, santos humildes, mártires silenciosos, vírgenes consagradas, madres de familia, campesinos y papas. Cada uno tiene su lugar, su misión y su recompensa. Y todos están llamados a la santidad, no a la igualdad.
La igualdad como ideología promete justicia y paz, pero genera división, frustración y soberbia. En cambio, el cristianismo, fiel a su Señor, propone algo más exigente y más bello: la comunión en la verdad, la caridad que abraza las diferencias y la justicia que honra el orden querido por Dios.
“Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes” (1 Pe 5,5)
No se trata de ser iguales. Se trata de ser santos.